Esta mirada de bendición del Señor nos invita también a ser una Iglesia que, con corazón alegre, contempla la acción de Dios y discierne el presente; que esta Iglesia, en medio de las olas a veces agitadas de nuestro tiempo, no se desanima, no busca escapatorias ideológicas, no se atrinchera tras convicciones adquiridas, no cede a soluciones cómodas, no deja que el mundo le dicte su agenda. Esta es la sabiduría espiritual de la Iglesia, resumida con serenidad por san Juan XXIII: “Ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado” (Discurso para la solemne apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 octubre 1962).
La mirada de bendición de Jesús nos invita a ser una Iglesia que no afronta los desafíos y los problemas de hoy con espíritu de división y de conflicto, sino que, por el contrario, vuelve los ojos a Dios que es comunión y, con asombro y humildad, lo bendice y lo adora, reconociéndolo como su único Señor.
Le pertenecemos a Él y ―recordémoslo―, la única razón de nuestra existencia es llevarlo a Él al mundo. Como nos dijo el Apóstol Pablo, sólo podemos gloriarnos “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6,14). Esto nos basta, sólo Él nos basta. No queremos glorias terrenas, no queremos quedar bien a los ojos del mundo, sino llegar a él con el consuelo del Evangelio, para testimoniar mejor, y a todos, el amor infinito de Dios. De hecho, como dijo precisamente Benedicto XVI al dirigirse a una Asamblea sinodal, “la cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación?” (Meditación durante la Primera Congregación General de la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 8 octubre 2012).
